domingo, 13 de febrero de 2011

Arturo y mi atlixquito: el libro aquél


Arturo:


No le hago al café, y que bueno. Pero tampoco puedo pagarme un buen cigarro.

También camino de lado a lado y husmeo, indiscreto y pordiosero, a través de cualquier puerta abierta. En algunos interiores descubro “el primor de las sábanas tendidas” de las que por ahí hablan los textos de José Agustín, esos que me ayudaron a entender el versátil primer cuarto de las habitaciones del caserío obrero de Metepec.

Todos los días estoy en el zócalo, a donde llego por distintos medios. El objetivo principal de ese cotidiano destino es el módulo de libros de la SEP que siempre está cerrado y tiene atrapado el libro aquél de Federico Campbell, a quien le he leído “Pretexta”, la biografía de Ocaranza en la que se genera una sórdida y exacta metafísica del poder. “A como anda el engranaje del poder todos podemos ser inocentes o culpables”, reza el epígrafe de Leonardo Sciascia al abrir esta novela.

El solo nombre de Federico Campbell, quien dejó marca en mis tiempos de preparatoria, es suficiente para tenerme así, atajando el sol con la mano en la cara y pegando la nariz para espiar el interior del módulo y alcanzar a leer la portada todos los días.

El resto del tiempo lo paso sentado en una banca, pensando en cómo comenzar hacer periodismo en Atlixquito. “Cómo, por dónde empiezo”, me pregunto cuando llego y cuando me voy, no sin antes, eso sí, echar otro vistazo al libro aquél.

Es en mi casa de Metepec donde me decido. Tomo hojas de papel, una pluma y salgo corriendo sobre la carretera y cruzo la barranca del Río Cantarranas para llegar a la colonia El León. Hablo con algunos ex obreros. Sigo corriendo y en San Martín Tlapala hablo con campesinos. Corro y lo mismo hago en Tianguismanalco y Atlimeyaya. Me hago de impresiones desconocidas sobre las desaparecidas actividades obreras. Don Maclovio por ejemplo me recibe con un bombazo: “Era triste ver en las fiestas a nuestros hijos que esperaran a que los líderes terminaran su gran comilona para que entraran como perros a comer lo que sobraba”.

Lo que conozco del movimiento obrero regional da un vuelco, y entre los jotahernandiztas, mi padre intenta cierta absolución respetando mi forma de pensar. Sin embargo me ve como si acabara de despertar, y entiende que tendrá que pasar mucho todavía para que se vuelva el espejo en el que quiere que me vea. Don Macrovio mientras tanto hace más complicados a los poderosos.

Me tomo entre ocho y nueve horas para mis recorridos, incluidos los fines de semana, siempre queriendo seguir con mi trote al otro día, con ganas de correr días completos. Corro y corro y en ocasiones ya no veo el árbol ni los sembradíos, sino las dunas de la luna. ¿Seguirá ahí el libro aquél?, también me pregunto mientras corro, mientras la noche entra.

Los miércoles son para la banca del zócalo y estar pendiente del libro aquél. Temo que alguien más esté interesado.

Me invitaron a escribir en el periódico Entrevistas y Comentarios. Por lo tanto hay cambios: ahora sólo por las tardes sigo corriendo de población en población; las mañanas son para espiar en la ciudad.

Ya en la talacha trato de legitimar la curiosidad sin evadir las situaciones de estridencia que saturan el rededor. En cuanto soy retirado de alguna reunión —principalmente de la Cámara del Trabajo—, me reubico clandestino en las concentraciones de personas que se hacen en el zócalo para preparar lo que expondrán en alguna oficina pública.

Y es precisamente en una de estas concentraciones, asesorada por el PMS (Partido Mexicano Socialista), donde entre sombreros y gorras capto un orden modificado de las cosas. El desorden lo hacen las puertas abiertas del módulo de libros.

“Está abierto. Por fin lo abrieron”, repito en silencio mientras corro. Camino rápido y corro y camino rápido. Siento que atravieso el zócalo como si fuera el Sahara, hasta que me detengo a unos diez metros del módulo, una vez que la escena está clara.

Como una aparición, está un hombre robusto de unos 65 años que muestra libros. Lo hace imponerse la altura que le da el elevado piso del módulo. Da la impresión de orquestar una subasta en la que los ávidos lectores se llenan las manos de libros que, seguramente como yo, esperaron todos estos días para adquirirlos.

Es el profesor José de Jesús Cerrillo Hernández, y lo he esperado hasta que ya desocupado mete los billetes de la venta en su cartera.

—¿Qué precio tiene ese libro? —le pregunto y toma unas hojas de control. Me da el ejemplar y me pide leerle el contenido de la portada.

— “Conversaciones con escritores”. Federico Campbell. SEP-Setentas Diana.

—Dos mil pesos —contesta y me mira por encima de los lentes, con los músculos de la cara caídos en un aparente gesto de enojo.

Le pago y mientras anota la venta en sus hojas, aprieto el libro hasta temblar la mano. También tomo aire para exhalar satisfacción y descanso. Terminó la cacería. La presa está bajo el brazo.

Y heme aquí, con El Libro Aquél en mis manos para que me hable de ciertos secretos literarios (como los de la gasolina y la poesía de Juan José Arreola) y periodísticos (como los del cuarto entero para editar de Juan Marcé), entre todo lo que cuentan José Carlos Becerra, Héctor Manjarrez, Eduardo Lizalde, Jaime Augusto Shelley, Homero Aridjis, Jorge Aguilar Mora, Fernando Benítez, Sergio Fernández, Félix de Azúa, Manuel Vázquez Montalbán, Luis Goytisolo, Claudio Rodríguez, Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral, Juan Benet, Carmen Martín Gaite, Ángel González, Claude Fell y Gabriel Ferrater, entre otros.

Así que mi trote se hace breve. Ahora hay que leer, y el módulo facilita hacerlo. El Profesor Cerrillo significa un importante hallazgo en mi vida, una vez que se convertiría en esa especie de encomienda divina para posibilitar la adquisición de las obras que a falta de recursos dejé pendientes como “En busca del tiempo perdido”, de Proust cuya versión en siete volúmenes en otro tiempo y lugar se me hizo imposible tener.

Pronto dispondría de todo este acervo atesorado en el módulo, y pronto el Profesor Cerrillo y yo estaríamos preparados y dispuestos para iniciar un proyecto periodístico, un impetuoso e innovador ejercicio de comunicación para Atlixquito.